martes, 5 de septiembre de 2006

La vida tiene muchas vueltas.


La vida tiene muchas vueltas.

Hace mucho tiempo, de la nada mi madre dio un fuerte e interminable suspiro, y mirándome a la cara me dijo: "No me voy a olvidar nunca de un día en la playa, cuando tu eras chico y un niñito se acercó a ti, y te preguntó ¿niñito, juguemos?, y tu le dijiste que no, al niño se le transformó la cara y se fue decepcionado". Veintidós años más tarde me pongo en el lugar de ese niño, y ante la misma pregunta, la respuesta sería la misma, pero por razones muy diferentes, ya que ando con un humor de perros y con pocas ganas de jugar.

Desde niño siempre fui de pocos amigos, y lamentablemente no puedo decir lo mismo que el perro de Codigas, diciendo "de pocos amigos, pero buenos", porque la fortuna no me sonrió en ese aspecto hasta el fin de mi adolescencia y principios de mi vida de adulto, en donde salvo uno que otro traspié arácnido, no me puedo quejar.

Recuerdo perfectamente que tenía un ritual cuando era bien chico. A penas me desocupaba llegaba al taller de mi papá, lugar que ahora es mi habitación, central telefónica y oficina, y que antaño albergó cuanta cosa peligrosa se les pueda ocurrir, desde tres armas de fuego, una ballesta, ácidos, metales pesados, una bobina que producía ozono a niveles cancerígenos, muchas herramientas filosas o calóricamente eléctricas, y cuanto cachureo se puedan imaginar. Se preguntarán cómo permitían que un niño estuviese en un lugar tan peligroso, y la respuesta radica en que básicamente si bien yo era muy maduro para esa edad y sabía que cosa debía tocar y cuál no, mi madre siempre estaba cerca y con ojos en la espalda. Además, mi papá se empeñó desde chico en que yo usara todas sus herramientas cosa de enseñarme a manejar "las herramientas y la electricidad con respeto y prudencia"; sin ir más lejos creo que usé por primera vez un cautín a los 4 años, pero esas cosas me aburrían como ostra.

¿Qué hacía yo en el taller de mi papá?, pues bien, algo que haría con gusto nuevamente. Tomaba un cojín todo rasca que tenía mi papá, y mi triciclo rojo. Daba vuelta el triciclo, ponía el cojín en el eje que unía las ruedas traseras a modo de asiento, me sentaba en mi silla improvisaba, y hacía girar la rueda de adelante con mis manos durante horas. Y lo extraño es que hasta el día de hoy me gusta hacer girar las cosas, pero me carga girar a mi.

Luego, cuando sin darme cuenta había crecido, lógicamente el triciclo fue olvidado y relegado a un plano inexistente, pero mis ánimos de ver cosas girando continuaban. Adivinen cual fue el sustituto, ahora mi hábito consistía en hacer girar motores que mi papá me regalaba. Motores a pilas claro está, ya que el tenía un par de motores para tornos y taladros industriales que me habrían sacado una mano, y que ni cagando me pasaba. Pero me daba exactamente lo mismo porque a mi me bastaba con los motores chicos, a los cuales muchas veces les soldaba una tapa de Nescafé para ver como giraba la tapa.

Ahora que ya estoy viejote para triciclos y motores, suelo ver todo con esa perspectiva giratoria y giroscópica. Veo qué cosas giran en torno a qué en un determinado problema, y sé que todo lo que estuvo alguna vez en un punto volverá al mismo lugar tarde o temprano, quizás cambiado o modificado; o puede ser también que no retorne exactamente a la misma posición, pero si puede que vuelva a una posición cercana, en una especie de movimiento en espiral.

Ahora estoy en una etapa en que se me obliga a iniciar un nuevo ciclo, desde cero tras nueve largos años, y para eso tendré que buscar mi centro y desde ahí empezar a caminar por mi propio camino amarillo, buscando al próximo Mago de Oz. Por otro lado, me pregunto dos cosas referente al camino a seguir, la primera consiste en la incertidumbre de saber si la persona que me pidió que me alejara volverá, y la segunda, es si me volveré a encontrar con aquel anónimo niño que tanto recuerda mi madre, y si esta vez podré ayudarlo de alguna manera para compensarle aquel desaire, después de todo, "la vida tiene muchas vueltas".

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